Anécdotas de escuela: docente autoritario vs. "docente facilitador".

 Un momento dentro de la trayectoria escolar de un estudiante puede tornarse como un punto determinante en la vida de esa persona. Por ello, resulta indispensable la educación emocional y la afectividad dentro del ambiente o atmósfera de aprendizaje.

En lo que a mi experiencia escolar respecta, tanto en la escuela primaria como en el nivel secundario, afortunadamente ésta ha estado repleta de situaciones en que el ambiente ha sido acogedor; en la mayoría de ellas se invitaba a aprender por agrado y no por obligación, generando reacciones de agrado ante los nuevos aprendizajes. Al menos para mí así lo era.

Sin embargo, y en contraste con todo ello, sí hubo una situación que pudo servir durante años como “punto determinante” en mi vida; quizás debido a la temprana edad en que sucedió y a la inmadurez natural empañada de una baja autoestima en mi edad preadolescente.

La situación se dio durante mi cursado de 4° grado en la escuela primaria. Yo había ido a concursar a una escuela enorme de Mendoza, por un viaje para dos personas a Buenos Aires con todo pago durante una semana. La consigna era realizar una composición acerca del “Día del abuelo”; se trataba de un concurso a nivel provincial, en el que cada escuela enviaría sólo a dos de sus estudiantes a reunirse y realizar en vivo la composición elegida. Se podía dibujar, cantar o escribir; yo elegí esta última.

Los días pasaron. Fueron tantos, que se convirtieron en meses. Yo ya había olvidado aquello del concurso.

Luego, una mañana en que mi mamá me llevaba a la escuela, la Directora le dijo a mi maestra que le pidiera a mi madre que se quedara unos minutos después del izamiento de la bandera. Cuando la maestra tomó el micrófono, hizo el gran anuncio. ¡Yo había ganado el concurso en nombre de toda mi escuela! Sentí que el corazón me atravesaría el pecho. Felizmente, recibí los aplausos de todos los niños y los maestros de todos los grados del plantel.

Sin embargo, allí no terminó todo. Despedí a mi madre antes de que partiera hacia su trabajo y luego entré junto a todos mis compañeros al aula. Mi maestra no me decía nada, supuse que al ubicarnos todos en los bancos ella me daría mis merecidas felicitaciones. Después de todo, a pesar de que desde principio de año otra compañera se convirtió en su favorita, ¡yo había ganado el concurso!

Nos sentamos. Me llamó. Otra vez el pecho se me expandía… pero esta vez era una mezcla entre ansiedad alegre y vacilación; pues esa maestra de 4° grado, Srta. Caty, tenía reputación entre los alumnos de ser la “anciana más mala” de la escuela. Fui hasta donde estaba su escritorio y ella se sentó a leer en silencio una fotocopia con  mi escrito. Ponía caras; no todas las que yo habría querido.

Después, Srta. Caty me pidió que pasara al frente a leer mi composición. Ella se quedó a mi lado. Cuando terminé de leer, mis compañeros volvieron a aplaudir y me felicitaban desde sus sillas; algunos hasta daban algunos chiflidos (eso a la edad de diez años era una señal de “bravo”). Luego llegó el turno de la maestra; sus palabras para mí frente a todos mis compañeros se grabaron en mi memoria: “Muy bonita tu composición, buena narración. Aunque no sé cómo era la evaluación del concurso, ¡porque esto tiene muchísimos errores ortográficos! No sé por qué no concursaste vos, Agustina…” -agregó hacia mi compañera, su favorita.

No sé si después de eso la maestra dijo algo más. Realmente en mi cabeza quedaron dando vuelta esas palabras acerca de mi mala ortografía. “No importa lo que haga. Después de todo, nada es perfecto.”, pensé.

Sin dudas, ese día como estudiante no me sentí valorada. Tal vez el próximo divorcio de mis padres me tenía razonando de modo incorrecto. Pasar de una situación de pura alegría, a una de tristeza y autocompadecimiento me llevó apenas unos minutos.

Luego, todo volvió a la normalidad: habían compañeros que aprenderían cada vez más a trabajar en equipo y otros que seguirían con sus fomentadas actitudes competitivas de las cuales yo no estaría a gusto en participar.

Pronto pasarían unos meses para que a aquella docente de la vieja escuela le llegara su jubilación y volviera a nuestra presencia Srta. Margarita, la maestra que tuvimos en 2° grado, y a la cual yo ya llevaba desde aquel entonces como una de mis dos maestras favoritas.

De esta manera, fue sumamente notoria para todos, para mí en particular, la diferencia entre docente autoritario y docente facilitador; entre aprender de forma divertida o aprender como una obligación de graves consecuencias; entre el error aceptado o el error castigado.

Lilian A. Ruti

Comentarios

  1. Sin dudas, este tipo de situaciones años atrás era más común de lo que aparenta. Sin embargo, como educadores y como sujetos de derechos, no debemos caer en la fantasía de la inexistencia de rasgos autoritarios que perduran aún en docentes de nuestros días. Debemos recordar que todo "obedece" a la intencionalidad de la educación que se imparte. Y eso, mis estimados colegas, es lo que debemos erradicar.

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